A veces los fotógrafos nos dejamos seducir por la vanidad. Seguramente algo así pudo haberle pasado a Kevin Carter cuando, luego de que en 1993 el New York Times publicara su foto tomada en Sudán de una niña siendo acechada por un buitre, ésta ganara el codiciado premio Pulitzer. Carter, en vez de bajar inmediatamente la imagen a la realidad de esa niña y de su entorno, contando cómo y en qué circunstancias la había realizado, permitió que la carga simbólica de esa imagen justificara el premio. Al pasar el tiempo la presión de la opinión pública mundial fue enorme. El siguió en silencio sobre la verdad y prefirió justificarse en la mentira diciendo: "Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña". La gente interpretaba la actitud de Carter ante la inminente muerte de la niña, como la representación de la indiferencia del mundo hacia esa y todas las hambrunas. Y Carter en vez de apagar el fuego con agua, lo alimentó con combustible. Se lo llegó a calificar como el segundo buitre en la foto. La versión alternativa, la que en definitiva parece más real, la cuenta el reportero gráfico sudafricano João Silva que viajó con Carter a Sudán. Lo cierto es que ellos fueron en un avión que estaba repartiendo alimentos a pueblos en esa región. El vuelo de Naciones Unidas además de comida llevó a los periodistas y sólo estuvieron algo más de media hora en el lugar, lo que duró la distribución. Silva dice que Kevin "estaba bastante sorprendido, puesto que era la primera vez que veía una situación real de hambruna, por lo que hizo muchas fotos de niños hambrientos." João Silva comenzó también a tomar fotografías de niños en el suelo, como llorando, que no se publicaron. Los padres de los niños estaban ocupados recibiendo la comida, por lo que se habían desentendido de momento de los niños, que algunos habían sido dejados por los adultos en el estercolero del pueblo para que hicieran sus necesidades, lugar donde los buitres concurrían a diario a comer la materia fecal. Esta era la situación de la niña (que ahora se sabe, era un niño) de la foto hecha por Carter. "Un buitre se posó detrás", cuenta Silva "para meterlos a ambos en cuadro, Carter se acercó muy despacio para no asustar al buitre, e hizo la foto desde unos 10 metros. Hizo algunas tomas más y el buitre se fue." Para lograr la aparente cercanía el fotógrafo usó un lente teleobjetivo, que altera la perspectiva.
Lejos de esta verdad no dicha en su momento, la gente y muchos periodistas prefirieron completar la historia dramática que Carter había fomentado adjudicándole la causa de su suicidio -acontecido pocos meses después- a la foto en cuestión. En un mundo en blanco y negro todo cerraba perfectamente. No tomaron en cuenta que antes de la famosa foto Carter había hecho otros intentos de auto eliminación. Que su mejor amigo había muerto poco tiempo antes. Que la vida del free-lance nunca fue fácil y menos si se tienen gustos caros como consumir drogas. Ahora un equipo del diario El Mundo investigó, 18 años después de la famosa foto, -alabanza del buen periodismo- y logró desentrañar la verdadera historia. Descubrió que el niño se llamaba Kong Nyong y murió hace cuatro años. Curioso asunto la ceguera, sobre todo en el oficio periodístico. El niño tiene en la foto una pulsera blanca. Esa pulsera es la identificación que el fondo para la alimentación de Naciones Unidas le había colocado para su registro. Eso implicaba que ese pueblo y en consecuencia ese niño estaban siendo asistidos por el organismo internacional. En el video una amiga de Carter dice algo que de tan obvio, lastima: "esa foto probablemente salvó mas vidas que cualquier campaña contra el hambre". A su vez un reportero gráfico español dice que el papel del fotógrafo es documentar, no el de interferir en el rol de los cooperantes que al mismo tiempo están haciendo su propio trabajo. La pulsera siempre estuvo ahí. Sólo había que ampliar la foto, mirar los números de registro y saber la localización exacta del niño. Pero como en un acto de magia, el colectivo social y los periodistas como parte del mismo, solo vieron lo que quisieron ver, hasta que el diario El Mundo hizo lo que se debía.